lunes, 17 de junio de 2013

El día que te fuiste



Estiré mi brazo para disfrutar del calor de tu cuerpo hecho rosca y con lo único que me encontré fue con un vacío entre las sábanas blancas de algodón de nuestra cama queen size. Las puertas del balcón estaban abiertas y el poco aire que corría a esa hora revoloteaba ligeramente las cortinas translúcidas que habías insistido en comprar porque combinaban con el gris que habías elegido para la pared de nuestra habitación. Me levanté enrollándo mi cuerpo con la sábana y cerré las puertas del balcón, aún había silencio en la calle; la ciudad dormía, creí que tu también dormías.

Te hablé:  ¿¿¿“amor” ??? y lo que obtuve fue un silencio casi tétrico por respuesta. Te busqué en la regadera creyendo que quizá te estarías alistando para nuestro viaje y que al verme tan profundamente dormida no me habrías querido despertar, no estabas ahí. Con el estómago comenzando a encogerse bajé las escaleras y me dirigí a la cocina; todo estaba exactamente igual a como lo habíamos “desordenado” la noche anterior, la ropa seguía ahí. Mi corazón sintió detenerse, me recargué sobre la pared y me deslicé hasta el piso, cerré los ojos, coloqué las manos sobre mi pecho y respiré profundamente; trate de calmar mi mente hasta que reuní la fuerza suficiente para entrar a tu estudio. Lo sabía. 

Una sensación siniestra invadió mi alma cuando noté que tus lentes de pasta no estaban sobre la tabla que tenías por escritorio, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando revisé tus discos y “tu favorito” no estaba allí, un frío indescriptible paralizó todo mi torrente sanguíneo cuando abrí el cajón donde guardabas tus cuadernos de bocetos y en lugar de ellos encontré una nota con tan sólo 5 palabras. Las palabras perfectas. Mi corazón en un segundo había pasado de casi haberse detenido a querer salirse por mi boca. El momento que había estado temiendo desde los últimos meses había llegado. No te llevaste nada más, ni tu ropa, ni tus libros, ni tu bicicleta. Comprendí que te habías marchado mientras dormía porque ninguno de los dos eramos capaces de imaginarnos fuera de nuestras vidas. Así de pronto, en un momento completamente insospechado, ya no estabas a mi lado; la esencia cósmica que me acompañaba a viajar por cielos, estrellas y cometas se había marchado.

El mundo parecía detenerse mientras yo allí, suspendida y en suspenso desde los rincones de nuestra casa, trataba de asimilar en que momento “eso” de lo que habíamos tratado de huír juntos nos había rebasado; te imagine en un callejón obscuro y sin salida pidiendo ayuda con gritos mudos apunto de ser devorado por aquel demonio que te atormentaba desde hacía ya varios años, sabía que comenzarías una lucha: transformarte o morir y tendrías que hacerlo sin mi.

Y ahí estaba yo en tu espacio, con tus cosas, con tu olor, con tu esencia, y también – lo sé - con algunos de tus sueños. Te amaba, tanto como tu a mi, de eso nunca hubo duda, no hacía falta decirlo con palabras porque bastaba una mirada para desbordar el amor y admiración profunda que nos había hecho “encontrarnos al fin”. Sabía que el problema era precisamente ese: amarnos. Y por que me amabas no eras capaz de mirarme a los ojos y decirme “NECESITO que salgas de mi vida”.  Te conocía bien, quizá más de lo que llegaste a imaginar. Se que evitaste una despedida porque “NO QUERÍAS IRTE”…. “TENÍAS QUE IRTE”; elegiste salir de noche mientras dormía porque “sólo hubieras sido capaz de cerrar la puerta, sabiendo que habías dejado al menos abierto nuestro balcón”.

Así, por unos días, que se convirtieron en semanas, permanecí allí en nuestra casa comprendiéndote a través de tus cosas, escuchándote a través de tu música, entendiéndote gracias a tus frases escritas sobre la pared, admirándote cada mañana al ver nuestras fotos de viajes pegadas en el refrigerador. Te imaginé cocinando por las noches, caminando por las calles, leyendo en los parques; te imaginé emprendiendo un viaje en soledad, te imagine y mucho, pero sobretodo me gustaba imaginarte fuerte y feliz por haber decidido liberarte de todas los demonios y ataduras que te habían alejado de ti mismo. Decidí permanecer ahí rodeada de ti, porque si pretendía sentirme lista para soltarte, primero debía comprenderte. Merecías que te comprendiera, porque te amaba con toda el alma y porque en realidad… yo sabía que un día te tenías que ir.

Y así con todo el profundo amor que te tuve y toda la paciencia que saqué desde lo más profundo de mis entrañas, llegaron los días en que poco a poco dejé de verte, dejé de escucharte, dejé de olerte, dejé de pensarte... aunque nunca de admirarte… Llegaron los días en que ni tú  -donde fuera que estuvieses-  ni yo, eramos ya los mismos. Habíamos dejado de existir de la forma en la que nos habíamos conocido; eramos 2 nuevas versiones de nosotros mismos. Fue entonces que llegó el día en que te comprendí y entonces fui capaz de soltarte de mi vida.

Hoy, las personas que aquella noche desordenaron la cocina no existen más.
Hoy, sé que has ganado esa batalla por la que tuviste que marcharte de mi lado.

Hoy he conocido a alguien nuevo. Sus ojos son brillantes -como los tuyos- pero su mirada ilumina como luna llena. Su sonrisa es permanente –como la tuya- pero contagia felicidad como la de un niño. Su actitud cada mañana es maravillosa –como la tuya- pero su visión de la vida provoca querer disfrutarla junto a él.

He reconocido un ser nuevo y se que tu también. Te miro fijamemente y sé que algo ha cambiado, has cambiado y sin embargo tu esencia sigue ahí, intacta, ilesa y maravillosa; tal y como la recordaba.

 Me miras extrañado y comprendes que el ser que tienes frente a frente también es completamente nuevo. No podría haber sucedido de otra manera porque el día que te fuiste,  yo también me fui.



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